Descripción
Si en el atardecer de la vida los hombres tienden a contemplar el futuro sin el optimismo propio de quien amanece a las primeras utopías, el anciano que volcaba sus ideas en su computadora no escapaba a esta generalidad. Las palabras que espontáneamente empleaba para objetivar su pensamiento transparentaban su desencanto y frustración. A no ser por su status, hubiera sido irrelevante esta escena y simplemente habría brindado una muestra más de esa opacidad del ser que lentamente puede ir emergiendo desde lo más profundo de la personalidad. Pero estar en la cima de una organización con una tradición de más de dos mil años de historia le otorgaba a ese hombre- sucesor de la silla de Pedro- una singularidad e importancia únicas.
«La sociedad de hoy, -escribía- al iniciar el tercer milenio enfrenta cambios tan profundos que demanda necesariamente que todas las instituciones se renueven de una manera radical y urgente. En esta aceleración de los tiempos, ¿qué hará el catolicismo para dar una palabra valedera en el momento oportuno? No debemos continuar brindando nuestras respuestas con décadas o siglos de atraso. Sé que el Espíritu Santo es quien guía a la Iglesia… También sé que yo ya soy demasiado viejo como para ser su instrumento de renovación.»
Pese a la apreciación más divulgada, por su carácter distaba mucho de ser una persona rígida, regida por férreas normas. Algunos sectores eclesiales, al inicio de su pontificado, ilusoriamente lo habían asemejado a Juan XXIII y en vano habían esperado que lanzara una propuesta para devolver a la Iglesia católica el vigor y la agilidad que necesitaba para el momento actual. El Papa poseía una amplitud mental superior a la de su antecesor pero no albergaba en su interior la energía para llevar adelante tal transformación. En cambio, sí había sido capaz en cada año de su pontificado de ejercer una acción diplomática mediadora en el frágil equilibrio que representaba el orden político mundial. Ese fue uno de los motivos que impulsó a quienes lideraban el colegio cardenalicio para concederle la cantidad de votos suficientes para ser proclamado la autoridad máxima en la Iglesia. Así ese hombre se transformó en el obispo de Roma, sucesor de Pedro y Vicario de Cristo en la tierra. Situado en ese mítico horizonte donde las muchedumbres lo consideraban el enlace oficial con la divinidad, descubrió que en esa cima Dios seguía siendo una palabra silenciosa.
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