Los orígenes del teatro ateniense siguen generando entre los estudiosos más de un debate. Un principio de acuerdo basa su inicio en ciertos rituales religiosos que tienen a Dionisos como el dios que recepcionaría tales ritos, aunque si consideramos ciertos planteos antiguos, como el que realiza Aristóteles en su Poética en el capítulo II, la tragedia y la comedia ya están encerradas en las obras homéricas, en la Ilíada y en la Odisea para el género trágico, y en el Margites, una supuesta obra perdida del vate ciego, de carácter eminentemente satírico y hasta paródico de la epopeya, para la comedia. Ciertas representaciones corales, de naturaleza mímica, y de innegable coreografía danzante, fundamentarían tal posibilidad de interpretación.
Cierto es que, hacia el siglo VI a.C., Pisístrato, el tirano ateniense a quien debemos la versión definitiva de las dos epopeyas homéricas por escrito, es quien organiza las nuevas representaciones que harán nacer al teatro, y que con el apoyo del estado ateniense, Tespis, el primer trágico de quien tenemos noticia, escribe las primeras obras, de factura básicamente coral, con un solo personaje en escena, sobre el que recae toda la acción, y de quien el coro realiza los comentarios de su derrotero. Como imaginamos, tal clase de obras, que se realizaban en determinados momentos del calendario cívico ateniense, bajo la impronta báquica de un tiempo de religiosidad que todo lo invadía y que se apoderaba, como bien sostiene Müller, de los ánimos, era de características estáticas, pues la falta de diálogo, de episodios que enfrentasen a personajes entre sí, reducía su acción a lo meramente narrativo. Es por ello que, la tragedia tal como la conocemos, sólo nacerá formalmente, y se desarrollará excepcionalmente, en el siglo V, época de esplendor para la Polis Ateniense, y momento de su máxima expansión hegemónica sobre muchas otras polis helenas.
Antes de seguir abordando las evoluciones que tal género sufrió en ese siglo V al que nos referíamos, analicemos algunos aspectos básicos que hacen al teatro ático.
El espacio físico sobre el cual se desarrollaría la representación, y donde se construirían posteriormente los teatros de piedra, se situaba en general en una colina. La misma palabra “Teatro” θέατρον está en estrecha relación con el verbo θεάτωμαι que significa “ver, observar”, y que llevado a su extrema interpretación nos permitiría pensar en una visión completa, como la que se puede tener de un paisaje, desde una determinada altura. Al comienzo fueron simples gradas de madera, tal como tenemos conocimiento por el derrumbe que de ellas se produjera en el primer año de la 70ª olimpíada (500 a.C.) hecho que obligó a los atenienses a construir el Teatro de Dionisos de piedra. Sin embargo, su disposición está en franca relación con representaciones anteriores en el tiempo, pues algunos de los elementos del espacio escénico, son transformaciones de elementos de otras formas corales pretéritas. Pensemos que la disposición de la orquesta, el semicírculo en el que el coro recorría el perímetro de la escena, es el resultado de la antigua disposición coral que, en derredor de la imagen del dios, realizaba sus cantos y danzas.
Atentos a la estructura edilicia, agreguemos que lo que llamamos escena, en griego antiguo hace referencia a una “cabaña”, pues en las primitivas representaciones, allí se ubicaba el personaje central. La evolución estética del arte ateniense convirtió a la citada cabaña en un escenario que, como aún podemos observar en las ruinas de los teatros griegos, tenía grabadas imágenes, columnas, y demás ornamentos que permitían que el espectador se sintiese a las puertas de un palacio, de una tienda en medio de un campamento militar, o en el ámbito propicio en el que se desarrollaba la acción trágica, que por su misma naturaleza, tenía como personajes fundamentales a héroes, príncipes o miembros de lo mejor de la sociedad.
El ingreso del coro hacia la orquesta se daba por dos puertas en los laterales de la escena, las Párodos, nombre que conserva el primer coro de apertura de la obra. Imaginemos que ese coro, que en general representaba al pueblo, a ancianos o a mujeres, debería entrar danzando, marcando los pasos de los versos, en delicada combinación rítmica que provocase en el público espectador una feliz presencia de la voz de los más. De hecho, las vestimentas del coro en las tragedias eran simples, como las de cualquier ciudadano, vestuario que hacía clara referencia a la naturaleza común del coro, en oposición con los ricos atuendos de los señores ubicados sobre la escena, con excepción de algún personaje transitorio como los mensajeros, habituales en Sófocles, o los criados de palacio.
El número de miembros del coro, establecido en quince por Esquilo, y reducido a doce en Sófocles y en Eurípides, es también resultado de la transformación que sufriera este personaje fundamental de los antiguos rituales, compuesto por cincuenta miembros, a los que Tespis quitó uno como personaje único, y del que Esquilo toma el segundo personaje, elemento clave del proceso dialógico, y por ende de los nuevos tiempos de democracia y sofística en la Atenas del siglo V. Reducido a cuarenta y ocho integrantes, agrupados en filas dobles de veinticuatro coreutas, el coro esquileo es el resultado de la división de tal cifra, aunque en ciertas tragedias, como ocurre en sus “Euménides”, fin de la Orestíada, apareciesen en la orquesta dos coros (Erinias y Coro Jovial) como símbolo de una suma de opuestos, necesaria en la trama misma de la tragedia citada.
La decisión sofoclea de elevar el número a quince miembros está en marcada relación con el aumento del número de personajes en escena, ya que con este trágico, nació el tercer personaje, característica de su obra y avance sin retorno de la escena dramática.
A cargo del coro quedaba la danza, tal como dijéramos, danza que en el caso de la tragedia era el resabio de las antiguas danzas rituales y hasta orgiásticas, o en relación con los cultos de la fertilidad propios de Dionisos. Dichas danzas, las emeleias, no comprendían movimientos bruscos sino más bien armónicos pasos que subrayasen el contenido de los versos dedicados por el autor al coro. Las Estrofas y Antistrofas a su cargo tenían medidas precisas que se iniciaban con el ingreso del coro por la párodos, y que concluían cuando el coro se ubicaba en el lugar reservado para su ubicación en quietud, delante de la Thimele, el lugar donde estaba la imagen del Dios tutelar del teatro.
Tales principios de disposición, tales medidas exactas, podrían parecer a primera vista, condicionantes para los trágicos, a la hora de producir las obras teatrales. Sin embargo, estas supuestas limitaciones espaciales conformaban elementos que resguardaban la armonía de una obra artística que garantizara los cánones de belleza armónica sobre los que se asentaba la estética helénica. No se trataba de cumplir preceptivas al modo del arte dramático neoclásico dominante en los siglos XVII y XVIII, sobre todo, en la Francia de Racine, sino más bien de delicadas marcas de armonía artística, y hasta de solemnidad necesarias para que el efecto pedagógico, psíquico, religioso y hasta político que la tragedia provocaba se diera en toda su magnificencia. La medida de la orquesta, como los otros espacios teatrales, no significaban, pues, un corsé a la creatividad – que, por otra parte, la mitología sugería, desde sus propias historias, aunque no se pueda interpretar este hecho de ese modo, como ya veremos – sino el fundamento de una combinación exacta entre la poesía del creador, y su realización fáctica; la garantía de que el ritmo impuesto al poema trágico no se desvirtuaría en una “mise en scène” desproporcionada o, simplemente, errada frente al texto.
Frente a la simpleza de las vestimentas del coro, se hallaban l
Tales principios de disposición, tales medidas exactas, podrían parecer a primera vista, condicionantes para los trágicos, a la hora de producir las obras teatrales. Sin embargo, estas supuestas limitaciones espaciales conformaban elementos que resguardaban la armonía de una obra artística que garantizara los cánones de belleza armónica sobre los que se asentaba la estética helénica. No se trataba de cumplir preceptivas al modo del arte dramático neoclásico dominante en los siglos XVII y XVIII, sobre todo, en la Francia de Racine, sino más bien de delicadas marcas de armonía artística, y hasta de solemnidad necesarias para que el efecto pedagógico, psíquico, religioso y hasta político que la tragedia provocaba se diera en toda su magnificencia. La medida de la orquesta, como los otros espacios teatrales, no significaban, pues, un corsé a la creatividad – que, por otra parte, la mitología sugería, desde sus propias historias, aunque no se pueda interpretar este hecho de ese modo, como ya veremos – sino el fundamento de una combinación exacta entre la poesía del creador, y su realización fáctica; la garantía de que el ritmo impuesto al poema trágico no se desvirtuaría en una “mise en scène” desproporcionada o, simplemente, errada frente al texto.
Frente a la simpleza de las vestimentas del coro, se hallaban los ricos vestidos de los personajes actuantes en la escena. Los largos trajes que vestían los actores (Χιτὢνας, Ποδήρεις, Στολάς) que tenían su origen en las antiguas tradiciones bacanales, eran de vivos colores, con rayas, confrontadas a las rústicas de los miembros del coro. Grandes capas cubrían a los personajes centrales (ἰμάτια, Κλαμύδας) en otro claro recurso por resaltar su poder exterior.
Mucho se ha escrito sobre las máscaras que usaban los actores para las representaciones trágicas y cómicas. Los oncos, esas máscaras que remontan sus orígenes también a los rituales báquicos, a los mitos de fertilidad de Dionisos, eran alargadas piezas que, en muchos casos, a medida que se desarrollaba la trama de la obra, el actor debía cambiarse, como una marca bien notoria de la mutación de carácter o de ánimo del personaje. Recordemos los cambios que se producen en el Edipo Rey: de la segura fortaleza triunfante del rey al comienzo, a la ceguera autoimpuesta, al hecho sangriento. La máscara, pues, no podía seguir siendo la misma; debía mutarse como se había mutado la suerte del personaje en su trágico camino. Agreguemos además, que el actor trágico, imbuido por la fuerza de la representación mimética de la tragedia, debía aparecer ante el público espectador como un ser “extravagante y monstruoso”, como bien señala Müller. Los ricos vestidos de los personajes actuantes en la escena. Los largos trajes que vestían los actores (Χιτὢνας, Ποδήρεις, Στολάς) que tenían su origen en las antiguas tradiciones bacanales, eran de vivos colores, con rayas, confrontadas a las rústicas de los miembros del coro. Grandes capas cubrían a los personajes centrales (ἰμάτια, Κλαμύδας) en otro claro recurso por resaltar su poder exterior.
Mucho se ha escrito sobre las máscaras que usaban los actores para las representaciones trágicas y cómicas. Los oncos, esas máscaras que remontan sus orígenes también a los rituales báquicos, a los mitos de fertilidad de Dionisos, eran alargadas piezas que, en muchos casos, a medida que se desarrollaba la trama de la obra, el actor debía cambiarse, como una marca bien notoria de la mutación de carácter o de ánimo del personaje. Recordemos los cambios que se producen en el Edipo Rey: de la segura fortaleza triunfante del rey al comienzo, a la ceguera autoimpuesta, al hecho sangriento. La máscara, pues, no podía seguir siendo la misma; debía mutarse como se había mutado la suerte del personaje en su trágico camino. Agreguemos además, que el actor trágico, imbuido por la fuerza de la representación mimética de la tragedia, debía aparecer ante el público espectador como un ser “extravagante y monstruoso”, como bien señala Müller. Para resaltar aún más la magnífica distancia que había entre los personajes y el coro, y por qué no, entre ésos y el público, los actores llevaban unos tacones que elevaban su altura, los coturnos, como si se diera a entender que los héroes trágicos allí presentes tuviesen marcas físicas que los diferenciaran, por naturaleza, de los comunes mortales. Imaginemos que, la caída esperable de estos señores debía ser lo más solemne posible; desde el total dominio de su grandeza, hasta el más profundo abismo de la oscuridad. No se trata de hombres, sino de héroes, aunque su concepción heroica sea algo diferente de la concepción de los héroes épicos. El héroe trágico, elevado a una dimensión suprahumana en muchos aspectos, cae inexorablemente hasta el abismo de lo más execrable. No es, de ninguna manera un juguete del destino o de los dioses, sino que su derrotero trágico ya ha sido elegido por él. Tomemos como simples ejemplos dos claros modelos: Edipo y su hija Antígona. En el primero de los casos, el rey puede permitirse no saber la verdad sobre el crimen de Layo, y sobre su propio origen, pero “por más dura que sea esa verdad, es preciso saberla.” El soberano insiste en querer develar dicha verdad oculta, aunque ello lo arrastre al horror más espantoso que hombre alguno haya vivido. En el segundo caso, la princesa Antígona también podría contentarse con obedecer la ley, y dejar que los restos de su hermano Polinices sean “pasto de los perros”. Pero, desde el mismo diálogo inicial entre ella y su hermana Ismena, Antígona asegura no tener temor por violar la ley de Creón, el nuevo tirano, pues ella ha optado “por la muerte”, final que le está reservado a quien violare la ley. Ambos, padre e hija en su momento, deciden su destino, se cargan de las propias tragedias, se asumen como destructores de sí mismos. El héroe trágico es, como muy bien sostiene Rodríguez Adrados:
“un ejemplo de humanidad superior que se nos ofrece como un espejo de la vida humana en sus momentos decisivos. Es más que un tipo ideal directamente imitable, pero con aspiraciones limitadas; es el hombre mismo elevado a la culminación de su ser hombre, tratando de abrirse paso en situaciones no elucidadas antes, en riesgo de chocar con el límite divino”.
Enfrentado a los dioses, el héroe trágico lleva en su toma de decisión el sino de su propia vida, y por ello se convierte en el paradigma que el hombre común de la polis debía interpretar, un modelo de lo que no debe ocurrir, un ejemplo magnífico de lo posible. En el caso particular de Edipo, es su misma existencia la que está marcada, estigmatizada por lo trágico. Sin embargo, en su elección, en su persistencia por querer saber, está la libertad del hombre. De alguna manera, Edipo es una tragedia ontológica, una tragedia que apela a un existencialismo “avant la lettre”, como sostiene Hugo Bauzá. En ella se pone en duda la propia existencia, el ser mismo de Edipo.
¿Estamos entonces ante un modelo de heroicidad que construya una visión pesimista o si se quiere, atroz de la vida humana? Para responder a este interrogante, pensemos que la tragedia ática no aisló el bien del mal en personajes diferentes, como podemos conjeturar de ciertos dramas de Shakespeare. Ahí está Yago, en el Otello, con su diabólico sentido del mal en acto. Pero en el pensamiento helénico, el mal y el bien conviven en el mismo héroe: Edipo se comporta injustamente con Creón, hasta llegar a desear su muerte, casi sin apelación. Sin embargo, ese mismo rey es quien no ceja en la investigación iniciada por revelar el secreto del crimen de Layo. La paradoja asesino – detective en el Edipo Rey, que ya fuera señalada oportunamente, encierra en el mismo personaje las dos facetas. ¡De cuánta importancia habrá sido el cambio de máscara en este personaje, tal como sostuviéramos más arriba! La transformación que desenvuelve a Edipo desde el cenit al nadir de la existencia traía aparejados mutaciones escénicas que el teatro debía representar con esa elegancia y solemnidad características de la tragedia ateniense. La caída del héroe, el error trágico fundamental (la bien reconocida Ἀμαρτία de la que habla Aristóteles) comprendía más que un simple castigo divino, una expresión de la innegable libertad humana a la que los griegos daban importancia mayúscula. Si la causa del padecimiento del héroe no queda clara, al menos los grandes trágicos intentaron encontrarle explicación: un oráculo, un manifiesto supradivino, encierra muchos de los motivos por los que el héroe se halla en medio de la agonía trágica. Agonía que, valga aclararlo, no significa el estado de abatimiento previo a una muerte aceptada, sino la lucha, el combate que el ser humano establece con fuerzas mayores, en su intento por desentrañar el secreto que lo ha sumido en tal situación.
Tengamos en claro, por otra parte, que los héroes trágicos no son calcos idénticos de un molde único. Diferencias fundamentales en sus caracteres los convierten en seres únicos, pero no homogéneos. “Actúan con nobleza y por fin noble”, sostiene Rodríguez Adrados, característica que los engloba a todos, pero el conocimiento o desconocimiento que tienen de los hechos que se desencadenan no es el mismo en cada caso. Ayax, loco, despierta la conmiseración de Odiseo por lo que representa la miseria en la que se halla un héroe de la misma guerra troyana. Un héroe al que ninguno de sus compañeros de ruta se le escapa que es el mejor guerrero después de Aquiles. Su ‘ὐβρις esa desmesura tan característica de la heroicidad helénica, tiene dimensiones demenciales que lo llevan a creer que ha matado a los héroes aqueos, cuando en verdad lo único que ha hecho, – en una acción que hasta podría resultar risible, al menos así lo plantea Atenea al comienzo de la tragedia sofoclea – es matar a los carneros que los ejércitos guardan para su propio alimento. Compárese tal acción con el plan de venganza que lleva adelante Clitemnestra en el Agamenón de Esquilo. Entonces deduciremos que no se puede entender al héroe trágico como un hecho monolítico, pero sí, como un sacrificador – sacrificado que desenvuelve su fortuna trágica en los límites de un elaborado ritual. De eso nos ocuparemos en este trabajo.
Una introducción algo escolástica aunque necesaria 9
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